La pequeña y estrecha franja de tierra que conforma el istmo de Centroamérica tiene características particulares que la hacen única en la geografía e historia del mundo. Está delimitada por dos grandes océanos (Pacífico y Atlántico), por dos grandes subcontinentes (Norte y Sur América) y dotada de una gran biodiversidad y de una población multiétnica y multicultural, elementos que han determinado su historia desde el descubrimiento y conquista de América hasta la independencia de España hace dos siglos y desde entonces hasta nuestros días.
El fin del dominio del imperio colonial y la intervención y hegemonía de Estados Unidos en el último siglo y medio hasta los grandes temas de la actualidad —región tránsito del narcotráfico, de la histórica y masiva migración al norte y de un nuevo corredor logístico interoceánico— se explican por esa particular característica geográfica de Centroamérica en diferentes etapas de la historia económica y de la geopolítica mundial.
Si bien la independencia en 1821 implicó la adhesión al Imperio Mexicano de Iturbide, con la caída de éste en 1823, las provincias centroamericanas declararon la independencia absoluta y se organizaron como una República Federal en 1823. Luego de la disolución de la Federación en 1838, hubo varios intentos fallidos para reestablecer la unión, asumiendo las cinco repúblicas su soberanía entre 1847 y 1863.
Las élites criollas, que jugaron un papel destacado en los procesos independentistas, tuvieron un poder relevante en la creación y evolución de los nuevos Estados nacionales, vinculándose a la producción de café, caña de azúcar y bananos, contando con leyes y ejércitos que desempeñaron un rol decisivo en la abolición de tierras ejidales y comunales de poblaciones indígenas. Así se concentraron las tierras y se expandieron los nuevos cultivos de exportación vinculados al surgimiento y desarrollo del capitalismo agroexportador en Centroamérica.
La producción y exportación del café vinculó progresivamente a la región con el mercado mundial, a partir de 1830 en Costa Rica, seguido de Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Honduras hasta la década de 1920, casi un siglo en que progresivamente se convirtieron en «Repúblicas Cafetaleras», complementando ese calificativo Guatemala, Honduras y Costa Rica con el de «Repúblicas Bananeras» con la producción y exportación de bananas a través del monopolio de la United Fruit Company.
El golpe de Estado promovido por dicha empresa contra el gobierno democráticamente electo de Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954, con la participación directa del gobierno de los Estados Unidos a través de los hermanos Dulles —secretario de Estado y director de la Central de Inteligencia Americana (CIA)—, fue determinante en la prolongación de las dictaduras de los países del norte de Centroamérica, bajo la tesis y narrativa diseminada y financiada por el presidente de la misma compañía bananera para justificar el golpe de Estado: que Arbenz supuestamente lideraba la avanzada comunista en Guatemala y Centroamérica. Del desmantelamiento de dicha tesis y de sus consecuencias estratégicas trata, precisamente, la relevante y sistemática investigación de Mario Vargas Llosa en su novela Tiempos recios, presentada en Guatemala en diciembre de 2019, que escandalizó a sus élites conservadoras, aún tratándose del célebre novelista e intelectual liberal sin sospechas de preferencias ni veleidades socialistas o comunistas.
La política de seguridad nacional impulsada desde entonces por los gobiernos de Estados Unidos para “evitar otra Cuba” determinó el comportamiento de los ejércitos y de las conservadoras élites políticas y empresariales en Guatemala, Honduras y El Salvador y de la dinastía somocista en Nicaragua, que dominaron la política y el poder de, al menos, las siguientes tres décadas y media.
El primer siglo del capitalismo agroexportador en Centroamérica se vinculó estrechamente al Estado con las dictaduras en los 4 países del norte de Centroamérica (CA-4). Como se afirma en un artículo reciente, “con excepción de Costa Rica, los sistemas políticos de la región fueron autoritarios hasta los años ochenta”. Las taxonomías de los regímenes políticos demuestran que existieron dictaduras en El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua en más de 80 por ciento de los años entre 1900 y 1980. Solamente en Costa Rica se construyó, a lo largo del siglo XX, un sistema donde el Estado llegó a respetar los derechos de sus ciudadanos, incluyendo el derecho de elegir a sus gobernantes. Estos sistemas fueron, para usar el término acuñado por Enrique Baloyra, “despotismos reaccionarios” porque no permitieron elecciones competitivas para sus presidentes ni diputados. Fueron reaccionarios porque legislaban a favor de sus agroexportadores. Los dictadores o juntas militares en estos sistemas promovieron las políticas de bajos impuestos y mínimo gasto social, preferidas por los grandes exportadores de café y bananos.
Fue más de un siglo después de la disolución de la Federación, por factores más económicos-comerciales que de un gran diseño e impulso político-institucional, que fue retomado el proyecto integracionista, liderado por un grupo de convencidos integracionistas centroamericanos cuyas ideas coincidieron con los intereses de diversificación de una parte del capital agroindustrial que se asociaron a empresas industriales de Estados Unidos, Europa y Japón. Así de desarrolló en las décadas de 1960-70 la industrialización ligera por sustitución de importaciones en el marco del mercado común centroamericano.
El proceso integracionista se detuvo por las guerras de 1978-1991 reanudándose al inicio de la reconstrucción y globalización de posguerra con la creación del Sistema de Integración Centroamericana (SICA). La integración político-institucional avanzó extremadamente lenta: con un Parlamento Centroamericano y de limitada utilidad, con una Corte Centroamericana de Justicia con poderes limitados, con una Cumbre de Presidentes con más de 1.500 resoluciones y acuerdos y muy pocas ejecutorias, con un SICA y sus respectivas instituciones y comisiones regionales que debe ser mucho mas respaldada y financiada por los gobiernos de cada uno de los países, germen de lo que un día podría convertirse en un Gobierno Federal impulsor de la Comunidad Centroamericana de Naciones.
Las iniciativas de integración de Centroamérica coincidieron con las de Europa a inicios de la década de 1950. Siete décadas después vale la pena comparar ambos procesos y las principales causas que explican la enorme brecha entre ambos.
Las dictaduras militares más antiguas del mundo, de al menos medio siglo de duración en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, al violar sistemáticamente los derechos humanos y perpetrar fraudes electorales por tantas décadas, parieron, sin saberlo ni desearlo, el surgimiento de grupos guerrilleros en la década del setenta, y guerras civiles en los ochenta. Estas concluyeron con soluciones políticas fundacionales de las democracias, hechas posible y tuteladas por Naciones Unidas, con el respaldo de Washington y la Comunidad Internacional, coincidiendo con la caída del socialismo real y el final de la Guerra Fría.
Así, se desarrollaron por primera vez en su historia incipientes sistemas democráticos, impulsados en los primeros años tanto o más por la comunidad internacional que por fuerzas políticas nacionales de muy poca tradición y convicción democrática. En ocasiones, dichos procesos fueron dominados desde el inicio por poderosos grupos económicos vinculados al poder político que diseñaron instituciones y leyes para favorecer sus intereses, pero guardando las formalidades institucionales de las democracias occidentales. Lo anterior no significa que en estas primeras décadas de democracia no se hayan dado saltos significativos en materia de derechos humanos, de elecciones libres y transparentes, de mayor independencia y profesionalidad en los sistemas judiciales, y en medios de comunicación mas libres e independientes.
En Centroamérica es aún mas evidente la aseveración del secretario general de la OEI, Mariano Jabonero, cuando afirma que la región ha pasado por “Décadas de cambios en las que se han vivido conflictos bélicos, resueltos mediante procesos de recuperación de la convivencia y de la paz, situaciones de privaciones de derechos y libertades con posteriores retornos a la democracia, ciclos de expansión económica seguidos de recesiones, que en ocasiones obedecen a pautas temporales perfectamente previsibles, revoluciones e involuciones, momentos de intensa afirmación cultural junto a otros de exaltación de lo ajeno. Pero es menos evidente en el caso de Centroamérica cuando se refiere a “una historia iberoamericana… que progresivamente se ha ido encaminando hacia la consolidación de la democracia, la universalización de la cultura, la reducción de la pobreza y la búsqueda del bienestar común, así como la cohesión y la integración regional a través de instancias políticas.”
El proceso fue muy lento respecto al despertar y exigencias democráticas y de modernización de sus instituciones y economías, cada vez más abiertas e insertadas a la economía internacional. En Centroamérica, este proceso económico fue más patrimonialista y mercantilista que liberal, —a propósito de su incorrecta y masificada caracterización de “neo-liberal”. Fue controlado por poderes fácticos de grandes empresarios que jugaron al mercado y a la democracia con los dados cargados. Este “modelo económico” fue más de consumo que de acumulación, liderado en gran parte por el consumo y las importaciones, y no por la inversión, la producción y las exportaciones de mayor valor agregado, sin el impulso de estrategias de competitividad, y de plataformas logísticas y productivas-exportadoras que la insertaran de otra manera a la globalización. El éxodo de nuestras poblaciones se volvió un aspecto central de la reproducción de dicho modelo pues fueron sus remesas familiares crecientes las que financiaron buena parte del consumo importado y los crecientes déficits comerciales que caracterizaron su funcionamiento en las últimas tres décadas.
La tragedia de Centroamérica se sintetiza en los 325 mil víctimas de la represión y guerras civiles de casi tres décadas (1960-80), en los casi 400 mil homicidios en las tres décadas de postguerra (1990-2020) y en el éxodo en las últimas 4 décadas de más de 6 millones de personas que desde los países donde viven y trabajan, financian a sus familias y al funcionamiento de las economías de sus Estados históricamente con problemas.
La pandemia del COVID-19 llegó a Centroamérica con sistemas de educación, salud y de seguridad social precarios, con Costa Rica y Panamá con sistemas mucho más desarrollados. Según la Cepal, entre 2012 y 2019, la pobreza en la mayor parte de la región disminuyó: en El Salvador se redujo a 33,7%, en Guatemala a 48,6%, en Honduras a 54,8% y en Nicaragua cayó al 47,1%. Solo en Costa Rica (16,5%) y Panamá (14,6%) fue mucho menor. Sin embargo, los efectos económicos y sociales acumulados de la pandemia aumentaron los niveles de pobreza, borrando los avances de los últimos años. De acuerdo con esta agencia de la ONU, en 2020 la pobreza en Costa Rica fue similar a la de 2007, en El Salvador a la de 2015, en Guatemala a la de 2014, en Honduras a la de 2013, en Nicaragua a la de 2009 y en Panamá a la de 2015. Con la pandemia, aumento del gasto público y se incrementó correlativamente la deuda pública, fortaleciendo la precariedad de las finanzas públicas, en niveles mayores en El Salvador, Honduras y Costa Rica que en Guatemala y Nicaragua. La situación fiscal de los tres países en referencia, refleja un deterioro acelerado en los últimos años.
Después de varios pasos adelante desde los acuerdos de paz fundacionales de la democracia, el retroceso parece ahora cada vez más amenazante en los cuatro países del norte de Centroamérica, sin que tampoco exista visión y proyecto de desarrollo de mediano y largo plazo, menos aún como región centroamericana. Lo que también pareciera haberse profundizado es la “fatiga del donante”, de una comunidad internacional solidaria que después de decenas de miles de millones de dólares de cooperación, cuestiona —con razón— sus resultados cuatro décadas después. Sin ilusiones por los resultados lamentables en la democracia y el desarrollo cuatro décadas después, disponiendo de muchos menores recursos con el deterioro de sus propias finanzas públicas post-covid, y con una actitud crítica creciente por el desempeño democrático y de derechos humanos de los últimos años, una parte de la cooperación internacional tenderá a disminuir su apoyo a los cuatro gobiernos del CA-4 en la presente década.
Centroamérica no logró la consolidación plena de la democracia, ni la transformación económica y social, mientras una nueva fase de crisis y creciente incertidumbre acompaña nuevamente a los cuatro países del norte de la región. Enfrentando semejantes desafíos, conmemoramos el bicentenario.
Alberto Arene,
Economista/analista,
Director y Representante en El Salvador de la OEI
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