Imagine there’s no countries
It isn’t hard to do
Nothing to kill or die for
And no religion, too.
- John Lennon
Salvo que uno la adquiera por naturalización, la nacionalidad es un mero accidente. Nadie escoge el país donde nace. Pero, además, todo país es también un territorio accidental resultado de alteraciones geográficas ocasionados por constantes movimientos tectónicos y, por otro lado, por eventos históricos y políticos creados por humanos mediante guerras y actividades migratorias.
Las fronteras políticas se modifican con frecuencia a través del tiempo, los lenguajes evolucionan, las banderas cambian y nada dura para siempre. Los países por sí mismos son inventos humanos, tal como el lenguaje, el dinero y la religión.
El historiador Yuval Noah Harari menciona que las naciones son realidades intersubjetivas que existen solo bajo el mutuo acuerdo de la humanidad. Así como pactamos su existencia, también determinamos su extinción. Por ejemplo, el país más grande en su tiempo, la URSS, existió desde 1922 hasta que los tres estados fundadores decidieron ponerle fin en 1991. Y así, de un plumazo, la Unión Soviética desapareció.
Pero la relación que existe entre el humano y el concepto de nación se vuelve compleja cuando la evolución afectiva que se le tiene a la patria y la influencia de los elementos nacionales van moldeando nuestra personalidad y nuestra actitud hacia los demás.
Los humanos somos seres sociales y parte de esa sociabilidad se debe a la búsqueda de un sentido de pertenencia. Establecer lazos con nuestros semejantes facilita un modo armonioso de vivir y esa relación con los demás le da sentido a nuestra existencia. Pero el problema de las afiliaciones humanas tribales está en el riesgo de caer en conductas sectarias que generan divisiones y conflictos cuando un grupo se cree superior a otro o a todos los demás. Como sucede con los nacionalismos.
Nos dice el diccionario de la Real Academia Española que patria es el lugar donde se nace, pero también al que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos. Por su parte, el nacionalismo es un patriotismo excesivo y agresivo, un sentimiento fervoroso de pertenencia a una nación. En su libro “Contra las Patrias”, el filósofo español Fernando Savater nos dice que “la ideología nacionalista sostiene que el rasgo más importante de un individuo es su afiliación nacional”.
Busquemos y hagamos de nuestra verdadera nacionalidad un internacionalismo que englobe los valores del humanismo, donde nuestras diferencias culturales no nos dividan, sino que nos hagan más fuertes, donde los derechos humanos universales y nuestras obligaciones con ellos sean prioridad para lograr un mundo libre y en paz
Ricardo Villarreal
Hoy en día vemos a líderes nacionalistas dirigirse a sus ciudadanos con mensajes peligrosos de supremacía nacional y usos exagerados de símbolos patrios cual si fuese un adoctrinamiento religioso. Obsesionados por el poder emplean astutamente el miedo para dividir, afirman que su pueblo es el “elegido” y los otros el enemigo, incitando al odio y generando en la población un falso orgullo nacional.
Bueno, todos los “orgullos” nacionales son superficiales pues no hay absolutamente ningún mérito en haber nacido en tal o cual país.
Y no es de sorprender que los nacionalismos más extremistas se dan en lugares heterogéneos donde hay democracia y libertad, diversidad e igualdad, inmigración y mezclas de nacionalidades, creencias religiosas y culturas. Para los nacionalistas, esos elementos representan una amenaza a sus ideologías. Aunque son muy dañinos, afortunadamente los nacionalismos no trascienden a largo plazo.
Es importante notar que las figuras líderes más trascendentales de la historia son admiradas no por hacer grande a su nación, sino por hacer grande a la humanidad. Científicos como Newton o Darwin, figuras de las artes como Beethoven o Da Vinci, y filósofos como Sócrates y Confucio, contribuyeron a la humanidad de manera universal.
Ante los divisionismos, la gran ventaja que tenemos como humanidad es que el mundo nunca había estado tan conectado e interdependiente como ahora. En el plano individual, debemos ser impulsores del internacionalismo, de buscar el bien común fomentando principios de cooperación y solidaridad para enfrentar las adversidades globales que nos afectan a todos, como el cambio climático, las pandemias, los conflictos armados, la seguridad alimentaria, la crisis de refugiados, y demás.
Debemos también ser críticos de los mensajes que los líderes en el poder propagan cuando utilizan elementos patriotas para lograr sus objetivos y reflexionar sobre los símbolos patrios y nuestra libertad individual. ¿Realmente necesitamos banderas, himnos y escudos nacionales? Y, por otro lado, ¿somos realmente libres si juramos lealtad incondicional a una nación?
Aprecio muchas costumbres y tradiciones de mi país, México, un país grande con una mezcla de culturas fascinantes. Pero también aprecio mucho las culturas, gastronomías y formas de vida de otros países. No voy a caer en el patrioterismo de decir que solo lo que viene de mi país es lo mejor. Parafraseando al filósofo George Santayana en la relación hombre y patria, el patriotismo debe primeramente hallarse en la lealtad racional, en los elementos internacionalistas como la humanidad y la justicia.
Nuestra patria no nos define, nos define nuestra individualidad, nuestra apertura multicultural y nuestro trato con los demás. Repito, toda nación es un invento humano.
Busquemos y hagamos de nuestra verdadera nacionalidad un internacionalismo que englobe los valores del humanismo, donde nuestras diferencias culturales no nos dividan, sino que nos hagan más fuertes, donde los derechos humanos universales y nuestras obligaciones con ellos sean prioridad para lograr un mundo libre y en paz.
Ricardo Villarreal, Vicepresidente – Red Global MX Capítulo Portugal
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